Más desigualdad, menos derechos y más represión para que nadie lo cuestione. Este es el ‘extraño’ futuro que el maestro Josep Fontana augura a no ser que los movimientos de contestación social lleguen a poner el miedo en el cuerpo al sistema.
De la desigualdad a las crisis, de las crisis a la privatización de los servicios públicos, de la pérdida de derechos ciudadanos a la represión para mantener este nuevo estado de las cosas. Un proceso que empezó en los años 70, que Josep Fontana apuntaba en las conclusiones de su monumental Por el bien del imperio (2011) pero al que ahora dedica un breve y amargo volumen, El futuro es un país extraño. Una reflexión sobre la crisis social de principios del siglo XXI (Ed. Pasado & Presente).
–La tesis ya estaba en su anterior libro. ¿El nuevo es una actualización, un epílogo, un resumen?
–Lo que ha pasado es más bien lo siguiente: cuando acabé aquel libro la crisis siguió avanzando y tuve más claras algunas cosas. Que hay una inflexión muy importante, que posiblemente había intuido pero de la que no había acabado de ver la trascendencia. Acabé aquel libro cuando la crisis teóricamente aún parecía una crisis. Pero es un proceso de mucho más alcance, iniciado en los años 70 y que aquí ha tomado fuerza después del 2008, y por el que se ha aprovechado el tinglado de la recesión para ir a un proceso de destrucción del Estado del bienestar; no solo los costes de la sanidad pública, la educación pública o el sistema de pensiones, sino un cambio en las reglas del juego que vino claramente mostrado con la reforma laboral. La naturaleza de este proceso es de una gravedad y una profundidad que nadie preveía. La esperanza de que pudiese haber algún tipo de cambio de trayectoria no era una esperanza que hubiese desaparecido. En estos momentos, la profundidad del desastre y la evidencia de que se trata de un cambio de larguísima duración, que puede continuar y tener unas consecuencias catastróficas, es una evidencia muy clara.
–Un proceso que empezó en Estados Unidos pero que acaba llegando a Europa, sostiene.
–Quería explicar los procesos por los que esto ha ido avanzando, la ocupación de la política por los intereses económicos, que es cada vez más visible. Solo hace falta ver cuál ha sido la reacción de los estados europeos ante la crisis bancaria. Excepto en Islandia, se ha optado por preservar todo lo posible el sistema. Está claro que aquí no había ningún problema de deuda pública hasta que no han asumido la deuda bancaria. El siguiente paso es la privatización del Estado mismo, el proceso de vender a los ciudadanos, y el establecimiento de un sistema represivo eficaz. Debemos darnos cuenta de que esta no es una situación temporal de la que se saldrá. A lo mejor habrá ciertos elementos de crisis que se paren, aunque de momento los síntomas, por ejemplo en Inglaterra, no son estos. Pero incluso si saliéramos de la crisis, el mundo en el que usted vivirá no será el mundo en el que habrá vivido antes de ella, sino que habrá cambiado profundamente.
–Empieza diciendo que en ningún lugar está escrito que las cosas tengan que ir mejor. Pero acaba citando a dos autores que mantienen que la única oportunidad es que el sistema no resista que las cosas vayan aún peor.
–Para mí, la reflexión como historiador va más lejos. Fuimos educados en la idea de que la historia era una narración de progreso continuado, pero comienzas a ver que esta historia no era verdad, que hay progresos y descensos y que todo está vinculado básicamente a la capacidad de lucha que hay en cada momento determinado para exigir unos derechos sociales. Que las cosas vayan a peor no es imposible. La única cosa que podría dinamitar esto es que se llegara a un momento en el que se tuviera miedo a que un estallido social profundo pudiera poner en peligro las reglas del juego, como en los años 70 y 80 desempeñó el papel de la amenaza de la URSS a la hora de hacer posible la subversión del sistema. Lo que pasa es que este está bien preparado para evitarlo. Tiene unos recursos crecientes de información y capacidad para atacar y desmontar el tipo de protesta que se puede producir.
–¿Y ese miedo no existe ya hoy?
–Se ha acabado una época, la de la vieja política más o menos socialdemócrata, en la que las cosas se negociaban. Es difícil darse cuenta de hasta qué punto durante 200 años ha habido efectivamente unos miedos que han justificado que quienes tenían los recursos en sus manos se aviniesen a negociar. Eran unos miedos irracionales. Pero eran miedos. Ahora, la exigencia a la gente para que se baje los sueldos se está convirtiendo en una cosa sistemática. Se ha acabado negociar. Han decido que las cosas tienen que cambiar y que vamos a un proceso de crecimiento de la desigualdad.
–¿Y los movimientos de protesta?
- Pero no hay alternativas. Que salgan en manifestación chiquillos no importa a nadie. Mientras vayan a la Puerta del Sol o la plaza de Catalunya y sus padres voten al PP o a CiU, no hay nada que hacer. ¿De dónde tendría que venir este estallido social? El movimiento que parecía que iba a ser el futuro, el de Occupy y los indignados, sigue funcionando pero está completamente controlado, en el sentido de que está disgregado. Se están haciendo cosas pequeñas, aisladas, frente a unos medios para controlarlas que son cada vez más eficaces. Y eso que en Europa tienen mucho que aprender de EEUU, seguramente porque tienen pocas amenazas de las que preocuparse. Los movimientos de protesta y de queja son aún de naturaleza muy puntual. Representan solo intereses sectoriales y no consiguen movilizar nada en una gran escala. Movilizarse contra las hipotecas para conseguir la dación en pago es poner una cataplasma. Pueden dormir tranquilos por este lado, y evidentemente duermen tranquilos. Aunque de momento, desde el Ministerio de Justicia se empieza, por un lado, a penalizar la protesta de manera que te pueden llevar a la cárcel por cualquier cosa, y por el otro a dificultar los medios de acceso a cualquier tipo de reclamación.
–En su último artículo en EL PERIÓDICO decía que los sobres a los políticos eran la calderilla.–Lo importante es qué han dado las empresas para lograr contratos y concesiones. Las contrapartidas. El problema es una política comprada por los intereses económicos dominantes y contra la cual nuestra capacidad de reacción es nula, a excepción de la posibilidad de arrancarle alguna concesión mordiendo por aquí o por allá. Se ha pasado del juego de condicionar la política a privatizar el Estado mismo, a convertir esto en un sistema en que serás, fundamentalmente, un individuo que paga por cualquier servicio que necesites.
–¿Entonces podremos hablar de ciudadanía o de servidumbre?
–Sí, en un sentido prácticamente medieval. Examinar lo que sucede en EEUU es bueno porque ves que son reglas de funcionamiento que tardarán un poco más en llegar, porque el colchón de la protección social es más grande, pero que llegarán. En EEUU les dicen que el nivel de educación es fundamental para lograr un puesto de trabajo bien remunerado, que la educación es cara y que es necesario que pidan préstamos. Y el drama que en EEUU significa la deuda que los estudiantes no pueden devolver es parecido al de aquí con los desahucios. Este es el grado de perversión de las reglas sociales, mientras el sistema tiene una capacidad increíble para seguir engañando y distrayendo a la gente. El retorno a un sistema feudal es gravísimo. Por eso hablo de crisis social, no económica. Démonos cuenta de que la historia ha dado un giro global, importante, que lleva hacia donde lleva, y que es necesaria una toma de conciencia.
–El debate de la independencia, al lado de todo de lo que hemos estado hablando...
–Evidentemente representa una explosión de malestar e indignación que buena parte de la gente canaliza contra un mal gobierno, y como el Gobierno es de Madrid, piensa: «Separémonos, que no iremos tan mal». Es el más grande reconocimiento a ese malestar y a que la gente tiene el derecho a decidir. Lo que es penoso e inmoral es que haya políticos que para conseguir sus fines engañen a la gente cuando realmente saben que este camino es inviable y no lo pueden seguir. Suponga usted que, efectivamente, hacemos un referendo y que da mayoría. Entonces, ¿qué hacemos? En un coloquio me contestaron «vayamos a Europa». Sí, donde hay una ventanilla que dice «demandas de creación de nuevos estados», y les llevamos el resultado del referendo... Normalmente ninguna independencia se consigue sin una guerra de la independencia. La separación de Chequia y Eslovaquia fue un hecho anormal que no tiene nada que ver. Las independencias de Yugoslavia se consiguieron con mucha sangre y con apoyo militar extranjero. Pensar que hay un plan viable y realizable que pasa por la celebración de un referendo y posteriormente negociar una separación, hoy día, es una fantasía chinesca.
De la desigualdad a las crisis, de las crisis a la privatización de los servicios públicos, de la pérdida de derechos ciudadanos a la represión para mantener este nuevo estado de las cosas. Un proceso que empezó en los años 70, que Josep Fontana apuntaba en las conclusiones de su monumental Por el bien del imperio (2011) pero al que ahora dedica un breve y amargo volumen, El futuro es un país extraño. Una reflexión sobre la crisis social de principios del siglo XXI (Ed. Pasado & Presente).
–La tesis ya estaba en su anterior libro. ¿El nuevo es una actualización, un epílogo, un resumen?
–Lo que ha pasado es más bien lo siguiente: cuando acabé aquel libro la crisis siguió avanzando y tuve más claras algunas cosas. Que hay una inflexión muy importante, que posiblemente había intuido pero de la que no había acabado de ver la trascendencia. Acabé aquel libro cuando la crisis teóricamente aún parecía una crisis. Pero es un proceso de mucho más alcance, iniciado en los años 70 y que aquí ha tomado fuerza después del 2008, y por el que se ha aprovechado el tinglado de la recesión para ir a un proceso de destrucción del Estado del bienestar; no solo los costes de la sanidad pública, la educación pública o el sistema de pensiones, sino un cambio en las reglas del juego que vino claramente mostrado con la reforma laboral. La naturaleza de este proceso es de una gravedad y una profundidad que nadie preveía. La esperanza de que pudiese haber algún tipo de cambio de trayectoria no era una esperanza que hubiese desaparecido. En estos momentos, la profundidad del desastre y la evidencia de que se trata de un cambio de larguísima duración, que puede continuar y tener unas consecuencias catastróficas, es una evidencia muy clara.
–Un proceso que empezó en Estados Unidos pero que acaba llegando a Europa, sostiene.
–Quería explicar los procesos por los que esto ha ido avanzando, la ocupación de la política por los intereses económicos, que es cada vez más visible. Solo hace falta ver cuál ha sido la reacción de los estados europeos ante la crisis bancaria. Excepto en Islandia, se ha optado por preservar todo lo posible el sistema. Está claro que aquí no había ningún problema de deuda pública hasta que no han asumido la deuda bancaria. El siguiente paso es la privatización del Estado mismo, el proceso de vender a los ciudadanos, y el establecimiento de un sistema represivo eficaz. Debemos darnos cuenta de que esta no es una situación temporal de la que se saldrá. A lo mejor habrá ciertos elementos de crisis que se paren, aunque de momento los síntomas, por ejemplo en Inglaterra, no son estos. Pero incluso si saliéramos de la crisis, el mundo en el que usted vivirá no será el mundo en el que habrá vivido antes de ella, sino que habrá cambiado profundamente.
–Empieza diciendo que en ningún lugar está escrito que las cosas tengan que ir mejor. Pero acaba citando a dos autores que mantienen que la única oportunidad es que el sistema no resista que las cosas vayan aún peor.
–Para mí, la reflexión como historiador va más lejos. Fuimos educados en la idea de que la historia era una narración de progreso continuado, pero comienzas a ver que esta historia no era verdad, que hay progresos y descensos y que todo está vinculado básicamente a la capacidad de lucha que hay en cada momento determinado para exigir unos derechos sociales. Que las cosas vayan a peor no es imposible. La única cosa que podría dinamitar esto es que se llegara a un momento en el que se tuviera miedo a que un estallido social profundo pudiera poner en peligro las reglas del juego, como en los años 70 y 80 desempeñó el papel de la amenaza de la URSS a la hora de hacer posible la subversión del sistema. Lo que pasa es que este está bien preparado para evitarlo. Tiene unos recursos crecientes de información y capacidad para atacar y desmontar el tipo de protesta que se puede producir.
–¿Y ese miedo no existe ya hoy?
–Se ha acabado una época, la de la vieja política más o menos socialdemócrata, en la que las cosas se negociaban. Es difícil darse cuenta de hasta qué punto durante 200 años ha habido efectivamente unos miedos que han justificado que quienes tenían los recursos en sus manos se aviniesen a negociar. Eran unos miedos irracionales. Pero eran miedos. Ahora, la exigencia a la gente para que se baje los sueldos se está convirtiendo en una cosa sistemática. Se ha acabado negociar. Han decido que las cosas tienen que cambiar y que vamos a un proceso de crecimiento de la desigualdad.
–¿Y los movimientos de protesta?
- Pero no hay alternativas. Que salgan en manifestación chiquillos no importa a nadie. Mientras vayan a la Puerta del Sol o la plaza de Catalunya y sus padres voten al PP o a CiU, no hay nada que hacer. ¿De dónde tendría que venir este estallido social? El movimiento que parecía que iba a ser el futuro, el de Occupy y los indignados, sigue funcionando pero está completamente controlado, en el sentido de que está disgregado. Se están haciendo cosas pequeñas, aisladas, frente a unos medios para controlarlas que son cada vez más eficaces. Y eso que en Europa tienen mucho que aprender de EEUU, seguramente porque tienen pocas amenazas de las que preocuparse. Los movimientos de protesta y de queja son aún de naturaleza muy puntual. Representan solo intereses sectoriales y no consiguen movilizar nada en una gran escala. Movilizarse contra las hipotecas para conseguir la dación en pago es poner una cataplasma. Pueden dormir tranquilos por este lado, y evidentemente duermen tranquilos. Aunque de momento, desde el Ministerio de Justicia se empieza, por un lado, a penalizar la protesta de manera que te pueden llevar a la cárcel por cualquier cosa, y por el otro a dificultar los medios de acceso a cualquier tipo de reclamación.
–En su último artículo en EL PERIÓDICO decía que los sobres a los políticos eran la calderilla.–Lo importante es qué han dado las empresas para lograr contratos y concesiones. Las contrapartidas. El problema es una política comprada por los intereses económicos dominantes y contra la cual nuestra capacidad de reacción es nula, a excepción de la posibilidad de arrancarle alguna concesión mordiendo por aquí o por allá. Se ha pasado del juego de condicionar la política a privatizar el Estado mismo, a convertir esto en un sistema en que serás, fundamentalmente, un individuo que paga por cualquier servicio que necesites.
–¿Entonces podremos hablar de ciudadanía o de servidumbre?
–Sí, en un sentido prácticamente medieval. Examinar lo que sucede en EEUU es bueno porque ves que son reglas de funcionamiento que tardarán un poco más en llegar, porque el colchón de la protección social es más grande, pero que llegarán. En EEUU les dicen que el nivel de educación es fundamental para lograr un puesto de trabajo bien remunerado, que la educación es cara y que es necesario que pidan préstamos. Y el drama que en EEUU significa la deuda que los estudiantes no pueden devolver es parecido al de aquí con los desahucios. Este es el grado de perversión de las reglas sociales, mientras el sistema tiene una capacidad increíble para seguir engañando y distrayendo a la gente. El retorno a un sistema feudal es gravísimo. Por eso hablo de crisis social, no económica. Démonos cuenta de que la historia ha dado un giro global, importante, que lleva hacia donde lleva, y que es necesaria una toma de conciencia.
–El debate de la independencia, al lado de todo de lo que hemos estado hablando...
–Evidentemente representa una explosión de malestar e indignación que buena parte de la gente canaliza contra un mal gobierno, y como el Gobierno es de Madrid, piensa: «Separémonos, que no iremos tan mal». Es el más grande reconocimiento a ese malestar y a que la gente tiene el derecho a decidir. Lo que es penoso e inmoral es que haya políticos que para conseguir sus fines engañen a la gente cuando realmente saben que este camino es inviable y no lo pueden seguir. Suponga usted que, efectivamente, hacemos un referendo y que da mayoría. Entonces, ¿qué hacemos? En un coloquio me contestaron «vayamos a Europa». Sí, donde hay una ventanilla que dice «demandas de creación de nuevos estados», y les llevamos el resultado del referendo... Normalmente ninguna independencia se consigue sin una guerra de la independencia. La separación de Chequia y Eslovaquia fue un hecho anormal que no tiene nada que ver. Las independencias de Yugoslavia se consiguieron con mucha sangre y con apoyo militar extranjero. Pensar que hay un plan viable y realizable que pasa por la celebración de un referendo y posteriormente negociar una separación, hoy día, es una fantasía chinesca.
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