Autora: Victoria Mayapán
“No nos vamos, nos echan” es el lema que se repite y mueve por las redes sociales en referencia a los jóvenes españoles. Navegando por la agenda de mi teléfono móvil, en la inercia de un gesto movido por el aburrimiento, poco a poco me percato de que casi la mitad de mis contactos ya no se encuentran en España. Compañeros y compañeras del Colegio, el Instituto, la Universidad, amigos que por circunstancias traspasan fronteras intentando recuperar un futuro negado en un contexto generacional que ya forma parte de la normalidad.
Según los estudios del Instituto Nacional de Estadística la tasa de paro juvenil, los menores de 26 años, supera el 55%. Una cifra escalofriante que nos hace plantearnos por qué en un país que necesita incrementar su producción interna y el número de nuevos contribuyentes se da esta situación. Las razones son varias:
En los años de bonanza económica se dieron dos procesos fundamentales en la canalización de la actividad para los que formamos parte del rango social denominado “juventud”. Por un lado, con el boom inmobiliario, muchos jóvenes dejaron los estudios para comenzar a trabajar en la construcción con contratos precarios que encubrían una boyante economía sumergida. Por otro lado, los jóvenes que decidieron continuar sus estudios los enfocaron hacia carreras denominadas “útiles” (sin tener en cuenta su vocación) o invirtieron mucho tiempo y esfuerzo en formarse como buenos profesionales con especialización.
Con el estallido de la burbuja inmobiliaria y la crisis financiera, la demanda de mano de obra en el sector de la construcción se desplomó. Al mismo tiempo el consumo descendió y la mala gestión de empresas e instituciones tomó como única salida el despido, prescindiendo del empleo de la capa social inferior, que es precisamente la única capaz de reactivar la economía en este contexto. De esta forma, miles de jóvenes españoles que abandonaron sus estudios por un ascenso laboral rápido, aunque de baja formación, se han visto hundidos en un mar de incertidumbre que pocas salidas tiene para ellos. Quienes continuaron su formación, esos miles denominados la generación mejor preparada de la historia, se ven ahora en un entorno improductivo que no tiene un lugar para ellos en la errónea dinámica que rige nuestro país.
Y yo me planteo, ¿por qué si España es un país con tanto potencial intelectual no es aprovechado? Me arriesgo a formular que se trata de un problema estructural, no sólo político o institucional, sino de calado social.
España ha sido un país con un gran potencial intelectual a lo largo de la historia. Sin embargo, en los grandes momentos de avance en el conocimiento, las ciencias experimentales, la filosofía y las nuevas ciencias sociales, un frente muy poderoso en la cultura de este país siempre ha puesto freno a ese desarrollo, estancándolo en una Edad Media permanente. Ya sea a través de monarquías absolutas, dictaduras disfrazadas o dictadura férrea y explícita, el conocimiento y el avance científico han sido calificados como valores de segunda en España. Por ejemplo, en el siglo XX, mientras en países como Francia, Alemania, Reino Unido o Estados Unidos la ciencia antropológica comenzaba a desarrollarse bajo diversos paradigmas, aquí los estudios sobre etnografía y etnología se limitaban a retratos costumbristas, ya que aquellos aventurados en las ciencias del pensamiento y el análisis social eran vistos como peligrosos e indignos por sus acercamientos a teorías políticas marxistas o anarquistas y relegados al exilio.
La actitud de rechazo a lo erudito, que se manifiesta hoy también con el desprecio a esta nueva generación de jóvenes preparados, no hace sino alimentar una idiosincrasia basada en un país de pandereta y mantilla. Si a eso agregamos unas lógicas sociales basadas en la pérdida de valores colectivos en pro del beneficio económico, superficial e individualista del consumo compulsivo, nos vemos en una sociedad alienada que vive por y para la apariencia. El cáncer de la corrupción institucional no es más que un reflejo a gran escala de la picaresca nacional que supone la pérdida del respeto social.
Los cimientos de esta debacle cultural están en la educación. Es imposible construir una sociedad equitativa, de justicia social y oportunidades con la carencia de un pensamiento crítico real e informado.
El modelo educativo español es un modelo conductista, basado en el aprendizaje por repetición y asimilación de paradigmas irrevocables e incuestionables. El conocimiento humano sólo evoluciona desde la autocrítica, que no es posible si quienes aprenden por primera vez no tienen oportunidad de investigar o replantear las lógicas del aprendizaje. No es una casualidad que los Estados construyan un entretejido de base enfocado a la elaboración de individuos similares que encajen en un sistema establecido como ladrillos en un muro. Una educación unificadora es necesaria desde el punto de vista del aporte y el crecimiento colectivo, pero no desde la censura al enriquecimiento intelectual por el miedo a la ruptura de principios sistémicos que nada tienen en cuenta al ser humano.
Durante la educación Primaria se tiende a reprimir la creatividad, a inyectar los prejuicios sociales, a hacer creer a los niños que no saben y no tienen nada que aportar a un mundo ya construido. En la Secundaria, la selección de contenidos y su enfoque parcial, etnocentrista, promulgado desde la imposición, despierta el rechazo al estudio. Los métodos desmoralizan y generan una aversión al aprendizaje, fruto de la falta de motivación en un sistema educativo obsoleto que se reforma sólo para modular las preferencias ideológicas de los partidos políticos de turno. Durante el Bachillerato se plantea por primera vez el componente vocacional. ¿Qué quieres ser? ¿Cuál será tu papel en esta sociedad? El problema es que la falta de orientación y la exigencia de optar por estudios “de utilidad”, en lugar de aportar clarificaciones convierten esta etapa en una fase de distribución a la demanda de los estudios universitarios. Finalmente, al llegar a la Universidad se descubre la primera parcela real de formación personal, que tras una vida educativa alienante poco puede hacer ya. Más aún si los nuevos modelos de formación universitaria se rigen por los mismos principios conductistas, enfocados a un modelo de productividad mercantil, en lugar de a una distribución de profesionales que hagan funcionar la sociedad de forma más eficiente en un sentido colectivo.
Pese a todo, existe un grueso de la juventud que ha logrado formarse para un futuro profesional que aporte a esta sociedad. ¿Por qué ha de ser rechazado todo ese esfuerzo otra vez? Creen que pueden engañarnos, silenciarnos o simplemente obviarnos. Sin embargo, las instituciones y la sociedad deben tomar conciencia de que un nuevo rechazo a una generación educada traerá graves consecuencias para el país. Se agravarán los problemas estructurales y será más difícil para España salir de la situación en la que se encuentra. Habrá un envejecimiento de la población y una pérdida del rango productivo de esta generación que hará insostenible un sistema de pensiones o seguridad social.
Es necesario cambiar las lógicas educativas. Imprescindible crear sujetos activos con capacidad de pensamiento crítico que cuestionen y reformulen los paradigmas obsoletos que pretenden perpetuar un estado de injusticia social. Existe una urgencia por desvelar y afrontar los problemas que atañen a este país desde alternativas específicas y positivas. Pero todo esto sólo es posible desde la inclusión en este proceso de esta generación. “La generación mejor preparada de la historia” se siente excluida ninguneada, con la única posibilidad de tomar un avión que la lleve a algún sitio donde poder desarrollar un rol útil para la sociedad, para poder vivir.
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