El “movimiento 15 de mayo” ha demostrado que la calle sigue siendo un espacio de construcción de poder político y que el mercado se repulsa como principio superior a la soberanía popular donde se socializan las pérdidas de quienes nunca socializaron sus beneficios.
El artículo fue publicado en el semanario boliviano LA EPOCA, para dar a conocer al pueblo boliviano y en general latinoamericano las realidades combativas de Madrid y del estado español con el movimiento de los "indignados" que nació el 15-M.
Las plazas se llenan
El 15 de mayo de 2011 diferentes manifestaciones, convocadas por las redes sociales en internet recorrieron las principales ciudades del Estado español, bajo el lema “Democracia Real Ya. No somos mercancía en manos de políticos y banqueros”. La de Madrid, la más numerosa con más de 35.000 personas, terminó en cargas brutales de la policía y más de 20 detenidos, todos los cuales denunciaron malos tratos. Al finalizar, dos decenas de activistas decidieron quedarse a dormir en la Puerta del Sol, el centro simbólico de Madrid y, por extensión, del Estado español. Fueron desalojados de madrugada por la policía, pero al día siguiente miles de personas acudían a la misma plaza para apoyarles y para proteger el establecimiento de una nueva acampada. Durante esa semana, decenas de acampadas se instalaron en las plazas de todo el país. Cuando la Junta Electoral Central, máxima autoridad en lo referente a derechos políticos en períodos electorales, declaró “ilegales” las acampadas y concentraciones, estas se hicieron aún más concurridas y vivas. El movimiento cobraba así una importante dimensión de desobediencia civil de masas, ampliamente legitimada. Este aspecto fue especialmente importante en el fin de semana del sábado 21 y el domingo 22 de mayo, día de comicios municipales y regionales. Según la legislación española, está prohibido manifestarse en víspera de las elecciones. Sin embargo, el Ministerio del Interior encontró el modo de justificar la no intervención policial. Los acampados comprendieron ese día que, detrás de toda ley, hay una correlación de fuerzas que la sustenta y sin la cual es papel mojado.
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Las acampadas, con el paso del tiempo, se han ido estructurando y convirtiéndose en experiencias de autoorganización popular que han hecho de las plazas espacios públicos de regulación no estatal, que además sirven como foros de deliberación política en el corazón mismo de las grandes ciudades. Quienes estamos acostumbrados a caminar esas calles y plazas, no podemos contener la emoción al verlas ahora rebosantes de pancartas, tiendas, megáfonos, asambleas y una inédita pasión por la cosa pública. En efecto, tras décadas de desprestigio simbólico y erosión legislativa de lo público, decenas de personas descubrían el compromiso con lo común, y barrían unas calles que ya sí sentían suyas, regalaban su trabajo para la acampada o conversaban con desconocidos sobre sus quejas comunes y las posibles soluciones.
La mañana del viernes 27 de mayo, espoleada por sus buenos resultados electorales, la derecha regionalista catalana intentaba desalojar la acampada de Barcelona. Tras varias horas de resistencia pacífica pero decidida por parte de los activistas, la policía volvía a ceder la plaza a los indignados, dejando un saldo de decenas de heridos –uno de ellos aún hospitalizado- y una simpatía hacia los acampados que crecía en paralelo al rechazo a la brutalidad policial, incluso en los medios de comunicación. El movimiento, tras ese error táctico de los gobernantes catalanes, creció en apoyo social y en número de acampados. En España todas las plazas mostraban su solidaridad con Barcelona, mientras las autoridades apuntaban la lección y se cuidaban de no intentar más desalojos. Al mismo tiempo, la toma de plazas se extendía por Europa y en Atenas los manifestantes cercaban el parlamento.
De la resignación al “Que no nos representan”
Pero, ¿de dónde salían estas decenas de miles de personas que la prensa llama “indignad@s”? El 29 de septiembre de 2010 hubo una huelga general contra la reforma laboral acordada por los empresarios y el Gobierno, que recortaba derechos laborales históricos y favorecía el despido. El paro, librado en un contexto de erosión de la imagen y la capacidad de los sindicatos, fue relativamente exitoso, aunque de incidencia mucho menor en los sectores de la precariedad juvenil. En Enero de 2011, cuando los sindicatos mayoritarios acordaron ya con el gobierno el duro recorte en el sistema público de pensiones, la mayor parte de la indignación con las contrarreformas no se transformó, salvo en algunas zonas y sectores, en resistencia.
El 7 de abril de 2011 una manifestación de más de 7000 personas atravesó Madrid, convocada por la iniciativa “Juventud Sin Futuro”, denunciando que la gestión gubernamental regresiva de la crisis arruinaba el horizonte de vida de toda una generación. Que la interpelación fuese en clave generacional, y que el discurso de los convocantes se moviese deliberadamente entre los términos asumidos por todo el mundo en el debate político español –el valor “juventud” y la movilidad social ascendente bloqueada para la generación más instruida, el término “democracia”, etc.- y su resignificación frente al orden existente, facilitó que esa convocatoria, en un clima general de resignación y poca confianza en la movilización popular, tuviese un fuerte impacto mediático, en la agenda pública, y pavimentase el camino para la politización de la indignación: la conversión del lamento por el empeoramiento de las condiciones de vida en una actividad consciente que interpela a las víctimas, señala a los culpables y moviliza hacia soluciones imaginables y, por ello, ilusionantes. Estos mismos jóvenes, por cierto, conversaron con el Vicepresidente boliviano Álvaro García Linera, en su visita a Madrid el pasado 31 de mayo.
El “movimiento 15 de mayo” ha continuado y profundizado esa senda. Ha demostrado que la calle sigue siendo un espacio de construcción de poder político, pese al intento institucional de regularla como espacio exclusivamente comercial, y en ella ha incorporado a la protesta a la juventud precaria, un sector de las clases subalternas hasta ahora escasamente movilizado. Ha demostrado a cada uno de los indignados que forma parte de un colectivo muy amplio. Ha esquivado la criminalización suscitando amplias simpatías en la sociedad española, frente a los poderosos. Ha cuestionado el carácter democrático de un sistema político que subordina la voluntad política a las decisiones tomadas por los organismos de la economía privada, y que esgrime “el mercado” como principio superior a la soberanía popular para socializar las pérdidas de quienes nunca socializaron sus beneficios. Ha impugnado la representatividad de las élites políticas, repudiándolas como una “casta” que acuerda aplicar recortes que nunca le afectan a ella misma, y ha identificado a los dos partidos mayoritarios, el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español, como las dos alternativas de un mismo régimen, que tiene la Constitución Española de 1978 pactada con la dictadura como estructura jurídica y a la oligarquía financiera e inmobiliaria como núcleo dirigente.
Hacia el futuro quedan, como siempre en la acción insurgente, más dudas que certezas. El movimiento ha sido hasta ahora poco capaz de gestionar la tensión entre los tiempos necesarios de la deliberación popular y aquellos de la lucha política, entre horizontalidad y eficacia. Tampoco los contenidos “económicos” han logrado hacerse un eco destacado entre las propuestas de los indignados, más centrados en una renovación cívica y moral de la vida política española. El escenario institucional, tras la arrolladora victoria de la derecha en las elecciones locales y regionales del 22 de mayo, apunta hacia una dinámica de mayor agresividad del Estado hacia la movilización popular. Faltan, en fin, objetivos y enemigos comunes que cristalicen y cohesionen el nosotros que se ha ido conformando, de forma aún difusa, en las plazas. Y falta la “voluntad de poder”, de pasar de la protesta a disputar el ejercicio del poder político. Con todo, está siendo una primavera democrática que ha roto el tiempo de la resignación.
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