Publicado en el nº231 de Nuestra Bandera. Daniel Albarracín. Economista y sociólogo. Abril de 2012
El origen de los mercados capitalistas.
Habitualmente se debate entre partidarios del mercado y aquellos que
lo son del Estado. Esta discusión, tan socorrida para opiniones de
urgencia, cojea al descontextualizarse, en especial si el propósito
consiste en analizar las formas sociohistóricas que institucionalizan la
base socioproductiva contemporánea: el capitalismo.
Los intelectuales de izquierda, se oponen frecuentemente a cualquier
forma de mercado, dando por supuesto la inequidad que ocasiona, y
atribuyen al Estado el papel de fuente de la que emanan todas las
soluciones. Por el contrario, los autores de derecha ensalzan la
eficiencia del mercado, para denostar al Estado como lastre burocrático
al servicio de políticos innecesarios, presunción que igualmente
comparten algunas líneas libertarias.
La cuestión va incluso más lejos. Hay quien realiza una historia a
largo plazo de los orígenes del comercio, como es el caso de G. Arrigui,
entre otros, como si la aparición de mercados lucrativos coincidiese
con el levantamiento del capitalismo. Se ignoraría así que la aparición
de la rentabilidad como leit motiv de algunos mercados interurbanos y a
larga distancia no pudo alcanzar significación económica central hasta
la formación de un nuevo Estado burgués. Sólo con este se fraguó una
propiedad privada definida, se delimitaron las normas de los mercados,
se reglamentaron los tipos de corporación económica admisibles –la
sociedad anónima en el siglo XX fue la principal-, se unificaron
fronteras, aduanas y fiscalidades, se estableció un marco homogéneo para
el derecho mercantil, y se extendió la relación salarial para afianzar
la explotación. Sólo tiempo después, tras duras luchas obreras, y de
manera subordinada, asimétrica e inestable, se conquistaron, o se
consiguió hacer ceder, limitados derechos políticos, laborales y
sindicales que trataron de amainar la violencia dominadora de la
relación salarial y la autocracia burguesa.
En este sentido, quien olvida la tensión central del conflicto social
explica la dinámica económica casi en exclusiva como ciclos de
competencia y arrincona el lugar de las luchas de clases. Las formas
mercantiles lucrativas proclives a la acumulación no se extendieron ni
normalizaron hasta que políticamente se consolidó políticamente el
Estado burgués y las promovió. Los mercados, antes de ese momento, no
rebasaban apenas un espacio ferial, donde los sobrantes, una vez se
satisfacía a las familias productoras y los impuestos de iglesia y
nobleza, se intercambiaban. La identificación de ciudades y rutas
comerciales no pudo equivaler al inicio del capitalismo, pues para que
su despliegue cobrara forma antes debieron irrumpir revoluciones
burguesas, derrumbarse vestigios feudales y desenvolverse grandes
transformaciones institucionales, políticas y productivas.
A este respecto, no es posible ninguna forma de capitalismo
–admitiendo que hay y ha habido varias- sin algún tipo de mercado
lucrativo, que en todos los casos presupone el abrigo de algún Estado
burgués. Ambas instituciones, expresión material de una hegemonía de
clase, suponen el soporte fundamental para la dominación sociopolítica y
sea posible, a gran escala, una extracción y apropiación por una
minoría del valor producido por las clases productivas, principalmente
la clase trabajadora. En este sentido, mal resultado nos brinda
denunciar abstractamente un mercado sin contextualización. Sin embargo,
resulta problemático también avalar cualquier forma de Estado. Nuestro
propósito aquí es ofrecer elementos de juicio concretos para valorar el
papel del Estado en el mundo actual y mostrar su protagonismo para hacer
viable la lógica capitalista.
El Neoliberalismo de Estado.
Desde esta óptica, conviene comenzar diferenciando lo estatal y lo
público, como concepto. Lo público equivale al bien común universal
institucionalizado, lo que es compartido bajo una institución que es de
todos y para todos. Pero sólo algunos rasgos y conductas del Estado que
conocemos coinciden con este esquema, debido a que en su
institucionalidad prevalece determinada naturaleza de clase, y sus
medidas responden a una correlación de fuerzas sociales en las que
predominan las clases dominantes. El Estado moderno es,
fundamentalmente, burgués. Asimismo, su articulación y reparto de
funciones, que recorren desde el municipio hasta la Unión Europea es
cada vez más compleja.
El Estado entraña la institución central que reproduce y trata de
ordenar la relación capitalista, dentro de un contexto y época propios.
Dicha relación está basada en la propiedad privada de los medios
productivos y la relación salarial, principalmente, que a su vez
aprovechan las corporaciones privadas con un objeto combinado: la
obtención de rentabilidad mediante la competencia por el valor extraído a
las clases subalternas. Así, las funciones de bienestar que hasta la
fecha el Estado proporcionaba, merced a las conquistas y prosperidad de
una etapa de posguerra mundial irrepetible, se encuentran, salvo gran
contestación que lo contrarreste, cada vez más minorizadas, sin impedir
que el peso e influencia del Estado sean aún extraordinariamente
importantes.
El Estado, en los últimos treinta años, ha sido gobernado en
occidente por políticas que reemplazaron parcialmente la gestión
keynesiana, por una nueva línea. Algunos autores la han definido como
neoliberalismo. Si bien sólo parte de su esquema aplicado responde a las
recomendaciones de sus fuentes teóricas, la escuela neoclásica y la
austriaca. Según dichas corrientes las medidas debieran seguir tres
vectores: un fuerte ajuste salarial y laboral, un fuerte retroceso del
gasto público y una línea de política monetaria restrictiva. Estas dos
últimas no han tenido lugar.
Fuente: Elaboración propia a partir de AMECO
El ajuste salarial se confirma. El retroceso del salario relativo, el
menor peso de los salarios en el PIB, ha sido fruto de la presión de
las altas tasas de paro y la precarización del modelo laboral, lo que ha
facilitado un aumento de las tasas de explotación, y una recuperación
cierta, entre los años 90 y hasta 2007 de las tasas de rentabilidad.
Que las funciones públicas de bienestar e iniciativa inversora estén
en entredicho no equivale a que el gasto público se haya moderado. Al
contrario, permanece en porcentajes muy elevados, e incluso crecen en
épocas de crisis, no para auxiliar a la población o reactivar la
economía sino para rescatar a los capitales privados. El Estado afronta
un viraje, con un decidido carácter de clase. Sólo se ha empleado el
discurso de la austeridad como argumento ideológico, ejerciendo su peso
material exclusivamente sobre las áreas de bienestar e inversión. El
gasto público no ha hecho más que crecer a la hora de rescatar al
insolvente sistema bancario, subvencionar la automoción y las
eléctricas, por ejemplo, o aumentar el gasto militar (como sucedió en la
era Reagan, en EEUU).
Fuente: Elaboración propia a partir de AMECO
A su vez, desde Bretton Woods la política monetaria ha sostenido, y
sobre todo desde los años 90, una línea fabulosamente expansiva, lo
contrario de lo esperado. Ésta alimentó, combinada con la desregulación
financiera, burbujas financieras, el endeudamiento, y permitió el
relanzamiento de la demanda por esta vía en un contexto de contención
salarial y ralentización inversora.
El “neoliberalismo de Estado”, como diría Tzvetan Todorov, comparte,
por tanto, rasgos heredados del viejo keynesianismo, con nuevas medidas,
y está comprometido con la rentabilidad y la acumulación capitalistas.
Ahora, al ponerse en juego la rentabilidad, afianza su condición de
Robin Hood al revés. El poderoso instrumento estatal está al servicio de
la socialización de las pérdidas privadas, la conversión de las deudas
particulares en públicas, la desfiscalización del capital y la
refiscalización del trabajo, blindando los privilegios de una minoría, y
favoreciendo las condiciones para restaurar y elevar las tasas de
beneficio de, al menos, una oligarquía transnacional. El Estado,
entonces, ¿cómo se financia y por quién?. Bien es sabido que el modelo
fiscal español está soportado en términos absolutos y relativos por las
rentas del trabajo, con aportaciones globales y tipos medios efectivos
muy superiores a las rentas del capital (ahorro, sociedades, patrimonio,
etc…). También se comprueba un peso mayor de los impuestos indirectos,
de carácter más regresivo, que los directos.
Fuente: Elaboración propia a partir de AMECO
Este esquema regresivo, combinado con la recesión, ha desplomado los
ingresos fiscales y la presión fiscal. Más aún en España, ocho puntos
por debajo de la Eurozona (31,8% y 39,7%, en 2011 respectivamente en
base a AMECO), y por debajo del 37,1% de 2007. La respuesta a la crisis
ha consistido en desfiscalizar a las rentas del capital y empeorar los
ingresos públicos. ¿Y, cómo es posible financiar un gasto público alto
con una fuerte devaluación fiscal?.
Para ello se recurre a los impuestos sobre el trabajo y a la deuda
pública. El déficit y la deuda en los que se incurre sistemáticamente,
son empleados a su vez como pretexto para deteriorar las funciones
redistributivas del Estado, mientras se oculta el destino prioritario de
este gasto. En cualquier caso, llama la atención como se ha demonizado
la deuda pública española. En 2011 (69,5%), por ejemplo, ha sido
semejante a la de 1996 cuando no constituía ningún problema, y cuando en
la Eurozona alcanza el 87,9% del PIB. Mientras tanto se financia, desde
el BCE, sin pudor a la banca privada al 1% con una “manguera de
crédito” para que ésta compre la deuda de los Estados con altos
retornos, o se la rescata o avala generosamente, por el equivalente en
torno al 13% del PIB en estos años de crisis. O se toleran o amnistían
fraudes fiscales formidables que podrían cubrir los desfases de déficit.
Sin hablar de paraísos fiscales y figuras, como las SICAV, impuesto de
sociedades, sucesiones o el de patrimonio, fuertemente desfiscalizadas.
Está bien claro, que el capital prefiere que el Estado se financie en
forma creciente con deuda, porque como acreedor le sale a cuenta, en vez
de con impuestos, salvo que recaigan en las clases populares. Asimismo,
la operación pretende ocultar la procedencia del grueso de la deuda,
que es privada (en torno al 63% del montante global, que podría estar
cerca del 400% del PIB en España), y la ilegítima operación de la
conversión de la deuda privada en pública.
Alternativas y democracia socialista.
En suma, los que analizamos las sociedades en las que vivimos debemos
afinar nuestras caracterizaciones, tanto en lo que concierne a la
crítica como también en lo que refiere a nuestras alternativas de
propuesta. Lo que queda claro es que no podemos quedarnos en decir que
deseamos más Estado sin más, sino plantear políticamente qué modelo
institucional confrontamos con el vigente y qué naturaleza social le
sostendría. Tendríamos que debatir previamente los procesos y medidas de
transición para movilizar a las clases populares, con el objeto de
superar el capitalismo, si bien dicha discusión excedería la extensión
posible de este artículo. Ahora bien, podemos expresar aquí que la tarea
exige profundizar sobre los rasgos generales de las instituciones que
construiremos en un futuro, cómo funcionarán, por quién y al servicio de
quiénes estarán. A este respecto, la apuesta por lo público ha de
permanecer en la agenda de los y las comprometidas con la transformación
socialista.
De igual modo habremos de pergeñar políticamente un modelo
socioeconómico plenamente democrático, basado en el gobierno de los y
las trabajadoras, que articule iniciativas de planificación, prevenidas
de las rigideces burocráticas de la era soviética, que habrían de
centrarse en los sectores estratégicos de la economía (energía,
alimentación, sanidad, educación, finanzas, empleo, comunicaciones,
transportes, etc…). Un plan cuyos objetivos partan del dimensionamiento
de las necesidades sociales y ecológicas mediante diferentes mecanismos
de identificación (consultas democráticas sobre prioridades de inversión
y consumo, informes de límites de disponibilidad de materias primas y
energía, encuestas, indicadores de demanda, experiencias sectoriales,
etcétera).
A su vez, al igual que los mercados antiguos no fueron lucrativos, puede
ser aconsejable dejar funcionar mercados en actividades no centrales
donde su asignación pueda ser útil, previa fuerte regulación en materia
de limitación de beneficios, diseño y porcentajes de reinversión,
satisfacción de objetivos productivos, impuestos, y redistribución de
los excedentes de sectores menos necesarios a los prioritarios; y en
cuanto a los tipos de sociedades económicas admisibles: empresas
públicas y cooperativas con normativas democráticas internas,
comprometidas con unas políticas de pleno empleo global digno y
eficiente, con fuertes referencias a objetivos y formas de producción
ecológicamente sostenibles y de calidad de servicio, así como la
exigencia de minimizar costes sociales y medioambientales, dirigidos
bajo control del personal trabajador y usuario.
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