Cuando alguien comienza una conversación advirtiendo de antemano que no entiende de política sé que lo que me espera a continuación es poco menos que un mitin sobre cómo hay que arreglar España. En un país como el nuestro en el que, como reza el dicho, el más tonto hace aviones, con millones de seleccionadores de fútbol en potencia, donde cada taxista es un presidente del Gobierno y cada policía antidisturbios, un ministro de Interior, si alguien te dice que no entiende de política, hazle caso, créele: no entiende de política.
Eso sí, compra, vende, utiliza los transportes públicos, la sanidad pública, tiene que enviar a sus hijos al colegio con un tupper, simultáneamente sufre una subida del IVA y una bajada de sueldo, su puesto de trabajo pende del hilo caprichoso de su jefe, si es que ya no está en paro, o trabaja con un sueldo de esclavo... pero no entiende de política. Ignora que desde que enciende la luz de madrugada o abre el grifo, antes de ir a trabajar, hasta que regresa por la noche para hundirse en el sillón, agotado y acojonado, ha sido la política (que es tan misteriosa como los malditos mercados) la responsable de todo cuanto bueno o malo le ha sucedido durante la jornada.
En realidad todos entendemos de política a la fuerza porque sufrimos sus consecuencias a diario. Es como la gravitación, que nunca la ves pero que la padeces inevitablemente, sobre todo cuando pierdes el equilibrio y vas a parar al duro suelo, donde la gravedad de la caída cobra todo su sentido. Los que dicen no entender de política actúan como aquel del chiste que pensaba que aunque no existiese la ley de la gravedad las cosas caerían por su propio peso. A lo que se refieren en realidad es que no entienden ... a los políticos, que es como decir que no entienden a Isaac Newton, el primero que formuló la ley de la gravitación universal.
Sin embargo, la muletilla de que no entendemos de política nos salva de situaciones embarazosas, como cuando damos el pésame a los parientes del finado con la muletilla de “te acompaño en el sentimiento”, que nos libera de elaborar una frase más original e igual de inútil. Confesar de antemano nuestra ignorancia nos coloca al nivel de los niños, cuya inocencia les permite hacer todo tipo de preguntas, hasta la extenuación de los padres, sin que parezcan tontos. Más aún, cuantas más preguntas nos hacen más listos nos parecen, los muy jodidos.
Pero, mucho cuidado, porque en los adultos, preguntas sobre la existencia o no de los Reyes Magos o del Ratoncito Pérez, en lugar de hacernos más listos, como a los niños, pueden suponer un síntoma de oligofrenia. Como decir que no entendemos de política con la que está cayendo. Y aún así, debo confesaros que, aunque sí entendemos de política porque sufrimos en nuestras cabezas las consecuencias de los actos de los políticos, cuando nos enfrentamos a unas elecciones, una oportunidad única, como si de pronto pudiésemos cambiar la ley de la gravedad, seguimos votando a caciques, defraudadores, prevaricadores, ineptos y delincuentes (¿cómo se explica que 16.000 personas hayan votado a Mario Conde en las últimas elecciones en Galicia?).
En realidad creo que lo nuestro con la clase política es lo más parecido al matrimonio de los católicos que, aunque sospechen que uno de los dos miembros de la pareja es infiel o tonto de remate, hay que mantener la unión por encima de todo, porque el matrimonio en sí es una categoría superior a la felicidad familiar, y porque el sistema democrático también es una categoría superior a la democracia misma.
Los políticos nos son infieles, nos mienten, nos juran que no tienen aventuras con otros, o que no volverán a hacerlo, se gastan en sus juergas alegremente el dinero de nuestro patrimonio común, y al final nos comportamos con ellos como si les creyésemos, dispuestos siempre a perdonarles como si admitiésemos sus disculpas, introduciendo nuestro voto una vez más sin condón, como conejos rijosos del Opus Dei. Intuimos que nos engañan, pero se las arreglan para que lleguemos a admitir que el problema es nuestro, que somos nosotros los que no entendemos. “Es que tú no lo entiendes, cariño”, nos dicen mientras cariñosamente nos echan mano a la entrepierna.
Una vez seducidos, reducidos políticamente al nivel de niños, ya estamos preparados para preguntarnos por qué nos pasa lo que nos pasa. Y una de las preguntas fundamentales es por qué, si esto es un contrato entre los políticos y la ciudadanía, como un gran matrimonio nacional (¿Patrimonio nacional?), una de las partes puede incumplir reiteradamente el contrato, una vez que se ha metido en nuestra cama y ha gozado, a pelo y sin freno, de todos nosotros.
En Italia, una sentencia judicial pretende encerrar en la cárcel a seis científicos que se supone deberían haber sabido predecir el terremoto de L’Aquila, que se cobró más de 300 vidas. Su impericia profesional, según el juez, no es un simple error de cálculo, es poco menos que un crimen, y deberán pagar duramente por su irresponsabilidad. Aquí en España, los suicidios por las políticas aberrantes del Gobierno pronto superarán a los muertos del terremoto de Italia. El PP, con Mariano Rajoy a la cabeza, está gobernando incumpliendo con saña todas las promesas electorales por las que nos había llevado al altar y a la cama, ciscándose en el contrato que establecimos (bueno, que establecieron los que se casaron con él) en las urnas.
Cierto es que Mariano Rajoy tiene una incultura enciclopédica y no es experto en nada, de lo que se deduce que parece imposible llevarle a los tribunales por negligencia profesional, porque él es un seductor, y no un vulgar científico con los conocimientos y preparación suficientes para predecir los terremotos de la política y la economía. Él, que acusó a Rodríguez Zapatero de no haber visto venir la crisis, y de cultivar después en los invernaderos de la Moncloa todo un vergel de brotes verdes alumbrados por las lucecitas del famoso final del túnel, nombra ministro de Economía y Competitividad a Luis de Guindos, el que en noviembre de 2003 decía en el diario ABC (leo en la Wikipedia), en calidad de secretario de Estado de Economía con Aznar, que “en España no hay burbuja inmobiliaria, sino una evolución de precios al alza que se van a ir moderando con más viviendas en alquiler y más transparencias en los procedimientos de urbanismo”.
Esta joya de experto en predicción de terremotos inmobiliarios fue contratado años más tarde como experto en la salvación de países en crisis provocadas... por la burbuja inmobiliaria que él no supo ver. ¿Y cuáles eran sus méritos? Haber sido miembro del Consejo Asesor para Europa del banco de inversiones Lehman Brothers, curioso lugar en el que se encuentra un país llamado España, banco que, con sus malas prácticas, sobre todo en la gestión de las hipotecas basura inmobiliarias, desencadenó una crisis económica mundial sin precedentes. El experto en terremotos.
Ahora, como ya he descendido intelectualmente al nivel de un niño, puedo preguntarme inocentemente: ¿por qué Luis de Guindos está de ministro ¡de Economía! y no en la cárcel? ¿Por qué Mariano Rajoy está de presidente del Gobierno y no en la cárcel por incumplimiento doloso de contrato? Y la madre de todas las preguntas: ¿por qué no acudimos todos ante los tribunales con una demanda de divorcio contra los que nos prometieron en matrimonio político e incumplieron después todas sus promesas?
¿Será porque tú no lo entiendes, cariño?
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