Autor: Brais Fernández
Imaginaros que trabajáis, por ejemplo, en un almacén que distribuye cualquier tipo de material en un territorio cualquiera. Cobras entre 800 y 900 euros al mes, por 8 horas de trabajo al día, con un contrato de esos tan de moda, un contrato de “hasta fin de obra”. No tienes vacaciones pagadas, porque cuando la empresa no te necesita te despiden y ya te llamaran. Lo que sí tienes son horarios discontinuos, turnos que cambian casi aleatoriamente, y por supuesto, dificultades para dormir o descansar. Tienes entre 25 y 40 años: no quieres revelar ni edad ni sexo porque no te parece relevante. No tienes formación universitaria, como el 80 por ciento de las personas en el estado español. Has trabajado en cafeterías, de reponedor, currado en un Mcdonalds, repartido publicidad, has vivido en solitario y en casa de tus padres. Muchos de tus amigos y familiares están en paro, algunos ya se han acostumbrado, otros están desquiciados. Eres una persona con inquietudes, inteligente, que le gusta estar al tanto de lo que sucede en el mundo. Te consideras de izquierdas y de clase trabajadora, aunque de forma difusa, sin enmarcarte dentro de ninguna de las familias políticas existentes.
Te levantas cada mañana (o cada noche) blasfemando. No es para menos. En el curro, el capataz no deja de recordarte que tienes trabajo y que deberías dar las gracias por ello. Te lo dice con bromas, te lo dice en serio, te mira y sabes que lo está pensando. Aún por encima, ahora tienes un puesto más “cómodo” dentro del almacén y tu compañeras y compañeros no dejan de acusarte de vago, de no hacer nada, de ser un enchufado y de aún por encima, cobrar más, cosa que es absolutamente falsa, aunque no te da la gana de enseñar tu nómina: es una cuestión de dignidad. No estás solo en ese puesto, se han generado dos bandos: los de dentro del almacén y los que trabajan fuera. Sois intercambiables, piezas, máquinas. El capataz (la empresa es grande y sociedad anónima, pero el capataz tiene nombre y dirección) ha despedido a tres este mes, arbitrariamente, tanto para recordar quien manda como para enchufar a unos contactos suyos. No tienes nada en contra de los nuevos, pero sabes que tu podrías ser uno de los sustituidos y no están las cosas como para irse al paro. Aún por encima, los sindicalistas que hay en la empresa son unos imbéciles, no van a la huelga y son íntimos del jefe. El otro día vinieron 2 tipos de un sindicato más combativo y se les echo a patadas. No queréis líos, excepto entre vosotros, que os odiáis a ratos, os criticáis entre vosotros, evitáis conversar sobre política y habláis de fútbol y de corazón. Sin embargo, a quien odiáis, profundamente es al jefe y a la empresa, que os explota y os revienta las costillas. No todos y no siempre. A veces te sorprendes a ti mismo dando gracias por tener empleo, ya que ves tus amigos desquiciados y te asustas. La pulsión entre el agradecimiento y el odio a la empresa es la matriz de tu existencia laboral. Entre rebeldía contenida y sumisión vivida. Entre la mezquindad hacia tus compañeros y el odio hacia tu jefe que os obliga a competir. El zumbido constante de los rumores no ayuda. Dicen que igual trasladan la empresa, que las ventas van mal. Otro día dicen que la empresa va bien, y que por eso hay que aumentar la productividad, trabajar más. El jefe te mira y sabes lo que está pensando: trabaja más, porque si no cogemos a otro.
Sales del trabajo, lees la prensa, incluso intentas informarte de vez en cuando sobre política. Ves a gente con corbata, corruptos, ladrones. El presidente del gobierno te parece un idiota, un fascista, como todos. Todos son iguales, aunque los hay peores. Vas a todas las manifestaciones, son como una especie de paseo que haces por razones morales, porque ya cada vez las ves menos útiles. Algunas compañeras y amigos hablan de liarse a tiros, pero sabes que son unos charlatanes. Eso tampoco valdría de nada.
Lo que te preguntas es si hay más gente como tu o como tus amigos. No es una pregunta secundaria: llevas leyendo reportajes en prensa sobre universitarios en paro, sobre gente con másteres, sobre desahucios y suicidios de gente que lo está pasando mal, pero cuya historia se presenta como una serie de casualidades y errores. ¿Es que eso no me podría pasar a mí, te preguntas? Tus amigos y amigas son gente bastante pasota, se quejan pero no les interesa la política, pero tu eres capaz de generar de vez en cuando ambientillo en el bar, de crear opinión, de hacerte escuchar, aunque casi seas solo tu el que está informado de la actualidad . Lo que pasa es que no sabes muy bien a donde ir: la izquierda institucional te parece menos mala que el resto para votarle pero tampoco tan buena como para afiliarte. En el fondo, piensas, están bien para votar pero no valen para nada más. Los tipos de extrema izquierda, que van a las manifestaciones con sus banderas de colores, son extraños y hablan raro, aunque parecen majos. En fin, que estás enfadado pero desconcertado. Te acercaste al 15M, pero no tenías tiempo para participar, había mucho diletante, freaks, gente que no tenía ni idea, pero estabas completamente de acuerdo con las demandas planteadas, fuiste a las movilizaciones: tenían y tienen razón. Los políticos y banqueros nos chupan la sangre.
Pero falla algo. Nadie habla de gente como tú, de un simple obrero. No hay gente como tu famosa, conocida, a la que la gente escuche, ni en los medios ni en los partidos. Sientes que los políticos te ven como tu a ellos, por un televisor, que hay dos mundos paralelos pero que solo se ve el suyo: el tuyo es una estadística. Pero luego, sales por el barrio y sois mayoría. Te preguntas si os están invisibilizando, si se avergüenzan de los que son como tu, o si es que, realmente, los que fallan son los trabajadores que no son conscientes de lo que son.
Seguramente sea una mezcla de las tres cosas, piensas, pero no sabes muy bien que hacer. En el bar te encuentras bien, es tu espacio de recreo pero también donde te sientes cómodo. Curiosamente, te das cuenta de que a tus compañeras de curro son como tu: quizás algunos piensen igual que yo, pero allí dentro es imposible, todo es imposible allí dentro. Quizás si me los cruzara fuera hablaríamos, sin presión, sin el jefe. Tu conclusión es: necesitamos salir de ahí, buscar espacios nuestros fuera de ese edificio que saca lo peor de nosotros, sin nuestras miserias, sin el capataz olisqueando, sin el miedo a que nos echen. Quizás así, piensas, dejaríamos de hacernos putadas entre nosotros y le dábamos su merecido a esos cabrones.
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