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Mis amigos quieren emigrar. A otro país, a otra ciudad o a casa de sus padres, no importa. En el último mes he oído como destino: Canadá, Ecuador, Inglaterra, Brasil o Dubai. Te lo sueltan nerviosos, con una mezcla de esperanza y frustración, en mitad de un café o al final de un correo electrónico. Están cansados de encontrarse más veces en el INEM que en un bar. Uno nunca sabe quién será el próximo en faltar a las reuniones semanales. El que todavía no se ha ido ya piensa en invertir lo poco que ha podido ahorrar en un billete a un presente más digno y marcharse con lo puesto. Mis amigos, y los amigos de mis amigos también, empiezan a pensar que aquí ya no hay soluciones. Tal vez, hemos caído en la cuenta de que los que dieron y compraron hipotecas sin reparos también empeñaron nuestro futuro. Nadie nos preguntó. Cuando llegó la crisis nosotros todavía estábamos en las facultades porque para nuestros hermanos mayores estudiar había sido una garantía. Los más afortunados lograron incorporarse al mercado laboral un par de años antes de que estallara la burbuja, antes de que un portazo los dejara en la calle. Otros, con 27 años, no han cotizado ni un solo día y la única puerta que les han dejado cruzar ha sido la de su oficina de empleo más cercana.
Gracias a que somos mayores de edad, los partidos mayoritarios tratan de vacunarnos contra el exilio una vez cada cuatro años. Alguna vez hemos estado cerca de creerlos, si no fuera porque el resto del tiempo nuestros políticos sólo nos miran desde la distancia, orgullosos de contribuir con sus esfuerzos a la industria nacional de las maletas. Mis amigos, los hijos de tus amigos, quieren irse, abandonar, tirar la toalla porque en el país de los lingotes de oro, de los bancos malos y los bancos peores, todas las puertas están cerradas: Las del empleo, la de las becas de investigación, las de la dignidad laboral,… y las del Congreso también. Closed, fermé, pechado,… poned al día vuestros idiomas.
Mañana es el día de la Constitución, esa que no habíamos nacido cuando votaron, y el hemiciclo ha cancelado su jornadas de puertas abiertas. Está rodeado por excavadoras, vallas amarillas y muros de contrachapa. Como de costumbre pero sin antidisturbios. Por primera vez en doce años, los ciudadanos no podrán pasear un 6 de diciembre entre los butacones acolchados de sus representantes. El año de más protestas ciudadanas en la calle el Gobierno blinda el Congreso y traslada sus puertas abiertas al Senado. “Está en remodelación” nos dicen y suena a excusa barata. Señores diputados: ya hemos probado mil veces con el cemento y el martillo hidráulico. No son esas reformas las que necesitamos para no marcharnos en próximo tren o para no correr como locos ante la última llamada de un vuelo a no sabemos dónde. Mientras tanto, sigan ustedes con la españolización o la inmersión lingüística. Ya, ya estamos empezando a creerles. Tienen ustedes razón, el Congreso está en obras: lo están demoliendo, como nuestro futuro.
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