domingo, 11 de septiembre de 2011

El excedente universitario

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En el siglo XVII ya había quien denunciaba que había demasiadas universidades y estaban demasiado llenas.

Josep González, presidente de la patronal de la pequeña y la mediana empresa catalana, opina que sobran titulados universitarios. Hace ahora justo un año, el ministro de Educación decía exactamente lo mismo. No se trataba, tampoco entonces, de una afirmación que sorprendiera por su novedad. De hecho, la preocupación por los excedentes reales o imaginarios en la producción de titulados viene de lejos. A inicios del siglo XVII, ya abundaban los textos que denunciaban que había demasiadas universidades y que estaban demasiado llenas. El cardenal Richelieu ya hablaba de ello en su Testamento, y décadas después, lo volvía a hacer Colbert, el famoso ministro de finanzas de Luis XIV, en su Memoria de las razones y medios de la reforma de las universidades. A ambos les inquietaba que el exceso de recién llegados a la enseñanza superior, además de perjudicar la agricultura y el comercio, alimentase expectativas meritocráticas de movilidad social y rompiese con el modelo de estricta reproducción de las posiciones familiares. En este contexto, Colbert, que tenía bien claro que era preciso establecer medidas para frenar la superproducción de letrados, fue de los primeros en hablar de la necesaria reestructuración del mapa universitario. A pesar de su escaso éxito, su propuesta de cerrar las universidades instaladas en ciudades pequeñas para dificultar el acceso de los campesinos a los estudios superiores fue una iniciativa pionera en este ámbito.

La desproporción entre títulos universitarios y lugares de trabajo, un caso concreto pero capital de desequilibrio entre aspiraciones subjetivas y oportunidades objetivas, tiene una larga historia. Ya hace casi medio siglo que Mark. H. Curtis empezó a estudiarla en un artículo sobre los intelectuales descontentos en la Inglaterra de los primeros Estuardo. Curtis sostenía que la agitada vida política inglesa de aquellos años no puede entenderse sin tener en cuenta la situación creada por la desigualdad entre el gran número de graduados producidos por las universidades inglesas y la cantidad (mucho menor) de plazas eclesiásticas o laicas a que podían aspirar.

Su artículo inauguró una sugerente línea de investigación por la que han circulado otros historiadores como Lawrence Stone y Roger Chartier. El primero situó entre las causas de la Revolución inglesa el extraordinario aumento de las matrículas en Cambridge y Oxford, que habría tenido como efecto la creación de una pequeña armada de gentlemen sin trabajo o con trabajos por debajo de su titulación académica que se radicalizó políticamente. El segundo analizó el papel de los intelectuales profesionalmente frustrados, escritores de libelos y panfletos, en los ambientes literarios en los que se coció la Revolución Francesa. Las revueltas norteafricanas y el movimiento de los indignados son, entre otras cosas, los capítulos más recientes de esta larga y edificante historia.

Josep Maria Ruiz Simon


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