viernes, 21 de septiembre de 2012

Dosis de humillación



La reforma de la ayuda de 400 euros para los desempleados crónicos trae en su envoltorio una granujada: el peticionario tendrá que recorrerse su circunscripción de punta a punta durante treinta días para confirmar lo que ya sabe, que el mercado laboral es una nata que no atraviesa ni una mosca anciana. Pero Tony Judt, en su libro Algo va mal, subraya de manera demoledora la pasión que tienen los conservadores por demostrar que los instrumentos del estado del bienestar son, desde la Thatcher, extensiones de la caridad o la beneficencia. Esta dosis de humillación es como una especie de rebuzno del burro que, reacio a la consideración, pero acosado, decide finalmente tragarse la fuerza bruta y ofrecer algo pero sin renunciar a las esencias de su brutalidad. Y la estética es importante: todos sospechosos de mentirosos, pícaros, trapisondistas, solapadores de subvenciones, saqueadores de las arcas públicas, vividores, vendedores de chatarra, ladrones... Y después ya se verá quién engaña, pero en principio todos tienen que ir al mismo saco de la fruta podrida.

La granujada del PP y de la sufridora Fátima Báñez, tan samaritana, supone esparcir, a bocajarro, la idea de que en esta España tragicómica existen signos parapsicológicos de mercado laboral, si bien hay una turbamulta que se ha acostumbrado a vivir maravillosamente con 400 euros. Una cantidad, al parecer, que combinan con otras de procedencia indescifrable que les permiten arreglar el mes con decoro, y con las que crean vaca con los ingresos provenientes de las pensiones de los abuelos, aparte de que pueda venir otro poco por un mes de empleo de la hija pequeña en una caja registradora de un centro comercial. O sea, un panorama absolutamente lujurioso para un parado que perdió su empleo bien remunerado años atrás, y que ahora apuesta por el sedentarismo de los 400 euros y sus hijuelas para malvivir. Difícil de creer, pues, una preferencia malversadora por este Jardín de las Delicias. El Estado, sin embargo, se obstina en el proceder mentiroso del agraciado, y le clava en su lomo desencajado la banderilla de la vergüenza: salga usted a la calle, vaya de empresa en empresa, de tienda en tienda, de taller en taller, y vuelva a casa con lo que ya lleva escrito en la frente: demasiado viejo, excesivamente preparado, sin domicilio fijo, con un coche a punto de reventar, venga dentro de un mes, acabo de despedir a dos, los bancos me cerraron el grifo, necesito a gente con iniciativa, le faltan habilidades sociales, estoy a punto de cerrar...

La escritora Ana María Moix lamentaba la semana pasada la vuelta de los chivatos y delatores a España, igual que en la época en que la lengua sucia de un sereno te colocaba delante de la Brigada Política Social para molerte a palos. El PP y su legislación de la sospecha (el beneficiario de un desempleo también puede quedar suspendido en el aire por una supuesta irregularidad no demostrada, y pendiente de ser investigada) abre brecha y estimula la idea de la sociedad culpable. No son los bancos ni los empresarios, ni por supuesto los políticos, son los ciudadanos los incapaces para encontrar un trabajo, y encima se cuelgan como sanguijuelas ahítas de sangre de las arcas del Estado. Estos parados, auténtica lacra, deben salir de sus guaridas, y el PP va a demostrar que toda esa leyenda del estado del bienestar lo único que hace es engordar monstruos.

El fin de la II Guerra Mundial abrió un capítulo de abundancia para la economía europea, no sólo para el capital, sino también para levantar un consenso sobre la necesidad de que la creación y la acumulación de riqueza sólo podía sostenerse con políticas sociales de protección, ya fuese en la sanidad, la educación o en la misma esfera laboral. La idea de un progreso sostenido a partir de esta conjunción parece que se ha resquebrajado. Esta dependencia entre el capitalismo y los resortes del estado del bienestar hace aguas. Cada vez le cuesta más a partidos como el PP aceptar como necesaria (se podría decir que hasta obvia) que una parte del beneficio (y ante una crisis no cabe más remedio que extraer los recursos de los que más tienen) debe ir necesariamente a ayudar a los damnificados con una redistribución proporcional de la caja central. La obligación no puede confundirse con la caridad, ni tampoco cabe, como antesala a un punto y final, que la sociedad española es como la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones.

Las exigencias del aparato legislativo contra la picaresca que, según el PP, anida en la sociedad española contrastan, sin embargo, con los requerimientos a los que se ven sometidas las grandes fortunas que defraudan impuestos. ¿No cabe ahí alguna dosis de humillación? ¿No podemos enterarnos a través del BOE de quiénes son los afortunados que se han podido acoger a la amnistía fiscal para regular parte de sus fortunas? ¿No está entre nuestras posibilidades conocer qué entidades bancarias españolas les ayudaron a blanquear sus capitales? ¿No cabría imaginar que mucho del dinero evadido tenga su origen en el narcotráfico? Hervé Falciani, un informático del banco suizo HSBC, se hizo con una base de datos de defraudadores de distintos países. La lista, en lo que se refiere a España, está en manos del fisco, que, al parecer, ha ido contactando con ellos de manera discreta para ofrecerles la oportunidad de que salden sus cuenta pendientes. ¿Quiénes son? Sólo hay rumores, pero no estaría de más exigirles alguna reparación social, aparte, claro está, de la consabida sanción por evadir impuestos a paraísos fiscales de cantidades multimillonarias.

El Gobierno del PP hace algún que otro esfuerzo para frenar la idea de que la banca y sus ejecutivos pueden hacer lo que les da la gana, y una prueba de ello es la limitación de sueldos de sus responsables tras el rescate europeo o los nuevos requisitos para la adquisición de las preferentes. Habría que ver, en todo caso, si estos topes son tan moralmente demoledores como mandar a un parado crónico a tocar de puerta en puerta durante 30 días para, una vez obtenido el certificado de buscador de empleo con la lengua fuera, pasar por una ventanilla y acreditar que es merecedor de los 400 euros del Estado.

JAVIER DURÁN



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